ADVOCATIO ROLL
He tratado de no hacer muchos juramentos en mi vida. No sé bien por qué. Tal vez sea porque la cuestión lleva a Dios inmiscuido y él nunca se ha llevado muy bien conmigo; tal vez, sea porque soy reacio a comprometer mi derecho a cambiar de opinión; tal vez, porque tengo cierta debilidad por la verdad y, en toda promesa, va implícita la amenaza de fallar y de mentir. Ya lo creo: la honestidad es una virtud secundaria,; la sinceridad es un refugio para los cobardes.
No tengo un particular apego por la verdad. No creo que tenga ella, en sí, nada de valioso. La verdad, qué duda cabe, es. Tan sólo eso. La verdad es simplemente lo que es. A lo menos, la mentira supone algún grado de imaginación.
No obstante, siento un profundo desprecio por la mentira. Vivir, en ella, es inabordable, ilusorio, imposible, como pretender caminar a ciegas sin la tienta y el tropiezo. Quien miente, creo, tiene una patológica afición por el poder, pues la mentira engaña al mentiroso o a terceros, y, en ambos casos, no se funda en otra cosa que en el cobarde afán de hacerle fintas a la realidad, eludirla, como quien evade un proyectil teledirigido, una misiva fatal de remitente conocido, o una bofetada. Nunca se engaña al diablo ni a la muerte... Asumo que a Dios tampoco. Quien miente convierte la impostura en un don, revelando la ausencia de talentos. Aclarémoslo bien: no hay talento para la mentira, sólo crédulos que la avalan. La mentira es, a fin de cuentas, tan sólo una bomba de ruido, una distracción - conciente o inconciente -, una debilidad. Quien apela a ella, se defiende con las puras manos de un tropel de armas biológicas.
Así es, la verdad es la peor de las armas de destrucción masiva.
Hoy, he hecho un juramento público - tal vez, el primero -, y he decidido cumplir con muchos de mis juramentos privados - de los que, puedo asegurar, no he hecho el último -. Me he propuesto el afán de andar por la vida con la cara limpia, con la dignidad al hombro y el compromiso por la verdad que no tiene quien la admira, sino quien, simplemente, ya no le tiene miedo y, por ende, no teme perderla... de vista. Aquello, porque todo aquel que haya sobrevivido a la verdad, sabe bien que ella siempre está ahí, vívida y vivida, al alcance de la mano.